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Herencia familiar


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Se estima que la primera guerra de la historia de la humanidad ocurrió hace 13.000 años. Sucedió a orillas del Nilo, en el territorio que hoy comprende Sudán. Por desgracia, de los restos que se han investigado, no se pueden obtener las causas del conflicto. Pero echando la vista hacia atrás, no sorprendería que fueran la codicia, el odio, el egocentrismo o las ansias de poder.


Aunque no se sepa cuántas guerras más ha habido desde entonces, a día de hoy, existen 65 conflictos armados activos que involucran a más de 150 países.


Cuándo estalló la primera Gran Guerra, España se mantuvo neutral. De hecho, el periodista Domínguez Rodiño, corresponsal en el frente alemán por 'La Vanguardia', explicaba en una crónica publicada en febrero de 1915 qué significó ser español en medio de esa Europa en guerra: «En otros tiempos, no muy lejanos, por cierto, con un español se metía todo el mundo. Hoy no se mete nadie con un español. Al contrario, se nos mira con respeto y hasta con admiración. La idea de que, en medio de este desconcierto y locuras generales, nosotros no hemos perdido la cabeza, nos hace aparecer como seres superiores».


Pero esto no significó que los españoles no sufrieron las consecuencias de un conflicto de tales dimensiones. Currito Jiménez, hijo de un zapatero y una costurera de Madrid, viajó a Ypres en 1912 en busca de trabajo. En esta ciudad belga, a Currito no le costó nada encontrar trabajo, pero menos le costó enamorarse de Lilly Peeters, una joven belga de madre española que cantaba como los ángeles en un salón de fiestas de la ciudad. El entorno de Lilly acogió a Currito como uno más.


Dos años más tarde, en 1914, el infierno azotó la vida de Currito. Mientras él planeaba escuchar campanas de boda, las sirenas avisando de ataques aéreos se convirtieron durante muchos años en el despertador de Currito. Hasta que en 1917, sucedió lo peor que podía haber sucedido. Lilly no volvió a casa. Ella trabajaba en un campo a las afueras de la ciudad y el fuego cruzado entre gabachos y alemanes apagaron su melodiosa voz. La codicia de los líderes europeos por hacerse con cuatro terrenos que ellos llamaban colonias acabó con la vida de Lilly y con la ilusión de Currito.

Corría el verano de 1940. Ramón recogía la última tanda de tomates. Su padre le esperaba en el umbral de la huerta, impaciente por la tardanza del muchacho. Date prisa, le dijo su padre. Llegan siempre por esta hora, añadió. No era la primera vez que Ramón acompañaba a su padre en aquellas escapadas furtivas. Nunca les gustó robar, pero el hambre no conoce de moral. Pillaban lo que podían, siempre temerosos de que les echara la mano el propietario. Pero lo peor era el viaje de vuelta. Escapar de los ojos de los soldados invasores era la prioridad, pues más valía que no te cogieran fuera del toque de queda sin un permiso. El fuego cruzado es lo peor, solía recordar su padre. No hemos aprendido nada, repetía cada día. Aquella noche, la luna vislumbraba ligeramente el camino. Unos metros antes de llegar a su casa, observaron dos sombras en el camino. Ambas en silencio, un silencio de odio mutuo. Precisamente, el odio era lo que les había unido a ambos. No eran ni de unos ni de otros, simplemente dos hombres con cuentas pendientes, cuyo odio ya venía de lejos. La guerra les había dado la excusa. Un objeto metálico brillaba en la mano de una de las sombras. Ocurrió rápido. Segundos después, Ramón y su padre corrían agarrados de la mano, mientras los ojos del joven Ramón se volvían tan negros como aquellas dos sombras. Esta vez, por lo menos, Curro Jiménez no perdió a lo que más quería en el mundo.

Marta se encontraba visitando Ypres cuando el ejército ruso entró en Ucrania para invadirlo el 24 de febrero de 2022. Su abuelo siempre le había hablado maravillas de la ciudad belga en la que se crió con su padre. Marta era una tenaz reportera de guerra. Le apasionaba relatar historias de personas que entregaban su vida por salvar la de los demás. Hacía cinco años que su hijo Ramonín había fallecido de un cáncer de páncreas. Antes de morir le hizo una promesa: acudiría a la próxima guerra para contar la última historia.


Marta se desplazó hasta Mariupol, una de las ciudades más golpeadas por el ejército de Putin. A pesar de que su marido le rogó que no fuera, ella decidió cumplir con su palabra. En los primeros días, se encontró con familias desesperadas que buscaban salir del país lo más rápido posible. Pero una historia afectó a Marta por encima del resto. Un niño se había quedado huérfano tras un ataque relámpago en el centro de la ciudad. Desde el primer momento, cuando lo encontró bajo una montaña de escombros, Marta le tendió la mano como se la tendía a su pequeño Ramonín.


Durante tres días, esas sirenas que, sin saberlo, los Jiménez ya habían escuchado antes, sonaron por cada rincón de Mariupol. El pequeño no pudo sobrevivir a las heridas del ataque que había acabado con sus padres. Las heridas provocadas por las ansias de poder de un dirigente que solo piensa en poseer y no en respetar.

Días después, el 15 de marzo de ese mismo año, con una bolsa de plástico colgada del hombro, su cámara en una mano y su pasaporte en la otra, Marta espera con la mirada perdida el tren que le sacará de aquel infierno. Son las 12:45 cuando consigue hacerse un hueco en un compartimento para seis personas ocupado por doce. Los vagones están destrozados pero servirán para salvar a muchas familias desoladas que esperan con ansia el fin de la guerra. Son todo mujeres y niños. Muchos viajan solos. Marta es una de las afortunadas que no, su hija a la que conocerá en menos de seis meses, le acompaña en este viaje. Tiene claro que su nombre será Paz. A Marta le espera un largo viaje, pero diez horas no son nada cuando el camino es de vuelta a casa.


De camino en tren, Marta Jiménez firma una verdad muy difícil de digerir que será publicada dos días más tarde en el periódico El País: «Ahora los cuerdos no son los que se mantienen al margen. La neutralidad ya no vale. No vale porque sabemos qué está pasando. No actuar también es actuar. No están muriendo personas, las están matando. Y ante esto, Europa manda más armas. ¿Para qué?, ¿para que sigan muriendo inocentes?».


Autoría: Álvaro Larraz, Olga Itarte, Adriana Longás y Asier Aldea

 
 
 

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